Un maravilloso día de domingo...

Para todos aquellos que dijeron alguna vez que les gustaría leer algo mío.

Esta historia la escribí con 16 años y me siento muy orgulloso de ella:

"Allí estaba yo, tumbado en el centro de una impoluta soledad vestida de blanco. No podía abrir los ojos pero sabía el color de sus ropas. Varias personas me rodeaban y hablaban y yo a duras penas las entendía, pero reconocía algunas voces, voces que no conocía o que conocía demasiado bien. Comencé a clasificarlas en dos grupos. El grupo de las conocidas era mayor, eran voces que durante toda mi vida habían reído, llorado y discutido conmigo, eran voces que, sin yo saberlo, eran parte de lo que yo soy ahora.

Mi madre sollozaba entre palabras, pero su voz... esa voz era inconfundible para mí. Ésa fue la voz que una vez me acunaba mientras cantaba una de esas canciones que nunca pude recordar, pero que sin embargo ahora sonaba en mi cabeza irremediablemente. Escuché el golpe de una silla y la voz de mi padre muy ronca y alzada, como si estuviera enfadado por algo, pero no creo que fuera por mí pues sentía su mano rozar mi frente de una manera que yo pensaba que nunca lo había hecho. Sin saber por qué vino a mi mente un recuerdo de mi infancia. Yo tenía unos siete años, y mi padre trabajaba hasta muy tarde. Esperaba todas las noches despierto que él regresara y cuando la luz del pasillo se encendía me hacía el dormido. Mi padre abría la puerta de mi habitación y me rozaba la frente como lo hace ahora. Yo me sentía seguro y tranquilo bajo las mantas de mi infancia, las que me verían crecer. Por el día mi padre era esa voz ronca y alzada que me reñía pero por la noche, en ese momento, mi padre era mi seguridad para dormir. No podía dormir sin que me hiciera eso, de esa manera ya me sentía seguro sabiendo que él dormía en la habitación de al lado. No sé a qué viene ese recuerdo pues hacía mucho tiempo que no me pasaba por la mente.

Sin lograr a comprender qué sucedía allí y cómo había llegado volví mentalmente a lo último que me ocurrió. Salí de mi casa como cualquier día de domingo. Tenía pensado ir a recoger a Gema y pasar un día de campo. También me apetecía estar con mis amigos así que antes de irme de su casa llamaría a algunos desde allí. Recuerdo mi despertar y el asomarme a la ventana nada más hacerlo. Me sentía con ganas y ánimos de levantar el suelo al cielo, de dar un giro a todo, de colaborar a cambiar el mundo; presentía que iba a ser un maravilloso día de domingo. Me vestí sin perder un instante. Mi madre decía que la vida es un dulce que se acaba antes de empezarlo y yo hacía todas las cosas muy rápido para aprovechar al máximo mi tiempo, pero eso sí, cada momento de mi vida lo saboreaba de tal manera, como si fuera el último. Desayuné a toda prisa, tenía que aprovechar ese día al máximo, y justo cuando me iba se despertaron mis padres. Me despedí con un rápido adiós y me fui antes de que me dijeran nada, a ellos los veía a todas horas así que no me hacía falta hablar con ellos en ese momento; mi único propósito era aprovechar ese fantástico día. No me apetecía coger la moto porque con ese día soleado habría mucho tráfico y prefería ir andando. Además de esa forma me evitaría la misma discusión de siempre con Gema, eso de “no corras tanto que no hay prisa” y “cualquier día nos vamos a llevar un disgusto”.
Salí del portal de mi bloque con una sonrisa inmensa para todos aquellos que quisieran verla. Me encontré con mi vecina la vieja Sofía y la ayudé a meter las bolsas en el ascensor, me sentía tan bien que nada me pesaba. Iba a comenzar otra vez con la historia esa de “te conocí en pañales y mira ahora que hombretón estás hecho” pero la corté antes de empezar y le dije que me marchaba, que tenía mucha prisa. Así que con paso ligero pero pausado a la misma vez, mirando todo lo hermoso del mundo que me rodeaba, comencé a aprovechar un maravilloso día de domingo.

Escuché un gran portazo que me hubiera hecho saltar por los aires de susto si estuviera dormido, pero no lo hice, así que no era dormido como precisamente estaba. Intenté afinar el oído para escuchar algo pero las voces habían cesado, sólo escuchaba a duras penas el sollozo de mi madre al final de la habitación. El pomo de la puerta giró y escuché los pasos de otra persona. Debían de ser de una mujer porque sonaban finos y con golpe seco. Sin darme cuenta me puse a ahondar en mi cerebro por qué esos pasos me resultaban familiares.

A mi mente vino el recuerdo de cuando subía por las escaleras hasta mi casa y adelantaba a mi madre para llamar al timbre de la puerta contigua a la mía. Cuando el timbre sonaba se escuchaban esos pasos de tacones que acababa de escuchar en esos momentos hasta que la puerta se abría y aparecía tras de ella la vieja Sofía. Ella me cogía entre sus brazos y, dejando la puerta abierta para que mi madre supiera donde estaba; me llevaba adentro donde me daba un trozo de ese delicioso pastel que siempre había encima de la mesa. Mientras cargaba conmigo recuerdo que me encantaba olerle el pelo. Siempre olía al sabor de la tarta que había encima de la mesa, como si ella misma formara parte de ese pastel. Unas veces era de chocolate, mi favorito, otras de fresa y así hasta un sinfín de sabores.

La vieja Sofía preguntó a mi madre “¿Cómo está?” a lo que ella respondió con un “Sigue igual”. No sabía a quién se referían pero ya me enteraría cuando saliera de esta extraña situación.

Volví a oír el cerrarse de la puerta así que volví a intentar lo que sucedió. Yo crucé la calle frente al quiosco y recuerdo que miré los periódicos. Ya pensaba en lo que iba a decir a Gema para que me dejara llamar a mis amigos para que nos acompañaran en lugar de ir nosotros solos. Ella intentaba que pasáramos más tiempo juntos pero yo hacía lo posible para evitar dejar de ver a mis amigos. Yo sabía que me quería y que lo único que pretendía era pasar más tiempo conmigo a solas pero yo no me veía capaz de dejar de ver a esas personas con las que compartes tanto en algunos momentos de tu vida. Había dejado de ver a alguno de ellos porque estos sí habían decidido dar ese paso que Gema quería dar y yo evitaba tanto. Me amarraba con todas mis fuerzas a lo que ya tenía y no buscaba madurar, sino disfrutar de lo que tenía todo el tiempo que pudiera, que era mucho.

Decidí tomar la calle de peatones en la que vivía desde hace tiempo mi primo Santiago, y al cruzar la esquina, lo vi sentado en las escaleras de su casa encendiendo un cigarro. Pasé por su lado y lo salude con la mano. Al llevármela después a la nariz saboreé casi el olor al tabaco que sólo fumaba mi primo Santiago. Él me invitó a que pasara y tomara un café con mi tía, que hacía mucho tiempo que no hablaba conmigo, pero le puse de excusa que tenía mucha prisa y que no podía entretenerme. La verdad es que no hubiera ocurrido nada si me hubiera parado un momento pero no me apetecía una de esas inacabables tertulias de mi tía. De esta forma crucé la calle rumbo a mi destino, nada se pondría en mi camino en aquel maravilloso día de domingo.

Noté una mano que rozaba la mía pero no sabía de quién era. Estaba fría y temblorosa y ... tenía ese olor de tabaco que solo mi primo Santiago fumaba, ese olor que tanto me asqueaba antes y que ahora me olía a dulce. Recordé cuando yo era pequeño y él era unos cuantos años mayor. Los dos nos íbamos al parque de detrás de su casa para fumar a escondidas. Él era para mí un ejemplo de cómo me gustaría ser cuando tuviera su edad. Dios, cómo le admiraba. Pero con el paso de los años, sin haberme dado cuenta en ningún momento excepto ahora, esa admiración se había convertido en olvido.

Después sentí un peso sobre mi pecho, era alguien que me abrazaba y lloraba desconsoladamente. Entre llanto y llanto logré diferenciar la voz de mi tía que no paraba de hablar, como de costumbre, pero lo hacía tan rápido que no podía entenderlo. Con ese abrazo recordé los achuchones odiosos que me daba siempre que venían de visita a casa, y lo que le huía para que no lo hiciera; pero en realidad me gustaba saber que siempre había alguien dispuesto a darme un gran abrazo. Me molestaba reconocerlo, pero me encantaba cuando me estrechaba de pequeño y me levantaba los pies del suelo para darme una vuelta antes de volver a dejarme.

Al final de la calle estaba la casa de Gema en la que tanta vergüenza me dio entrar el primer día que fui invitado pero que poco a poco se había convertido en mi segunda casa. Llamé a la puerta y salió Lucía, la madre de mi novia, con sus grandes y representativo rizos. Recuerdo que la primera vez que los vi me recordaron a unos de esos documentales sobre leones que tanto se ven en la televisión. Le pregunté por Gema y con amplia sonrisa me hizo un gesto para que pasara. Entré y subí las escaleras hacia la habitación de Gema. Me sabía cada rincón de esa casa como el de la mía propia, tantas horas de mi vida fueron las que pasé allí. Llegué a la habitación y abrí muy despacio la puerta para que no me oyera. Ella estaba maquillándose frente al espejo y la saludé con un sonoro beso en el cuello. Ella alzó su mano y me rozó la cara de esa manera que sólo ella sabía hacerlo. Cada rincón de mi piel que ella tocaba se estremecía tras sus manos. Sólo ella podía ponerme los vellos como escarpias sólo tocándome la cara, y lo consiguió en ese momento. Después se volvió y me besó. Sus besos me sabían a un sorbo de vida que ella me daba de sus labios.

Escuché al final de la habitación un sollozo que había estado ahí desde el principio, pero hasta ahora, no lo había notado. Ese sollozo se me acercó y plantó un beso en mis labios con la dulzura de Gema. Cada trozo de mi piel se erizó sin yo poder evitarlo. Quise poder levantar una mano para rozar su cabello y llevarla de nuevo a mis labios pero no pude, no respondían mis manos y ni siquiera mis labios me obedecían. Sentí que mi cuerpo en esos momentos sólo era una atadura que me mantenía sujeto para que no saliera despedido por los aires. Sentí como una lágrima rozaba mi mejilla desplazándose hacia la almohada de mi celda de sentimientos. ¿Cómo podían unas sábanas ser capaces de encerrar de tal manera a una persona? Me enfurecía por momentos, tenía ganas de libertad, de vida dada de los besos de la más bella musa de mi inspiración; la persona por la cual valía la pena seguir encerrado en esa jaula tan incómoda tan sólo por volver a sentirme entre sus brazos. Si aquella cárcel era lo único que me mantenía pegado a ella, seguiría sentenciado hasta el final de la eternidad.

Recordé la primera vez que vi a Gema. Ella permanecía inmóvil a un lado de esa habitación de tantas luces centelleantes repleta de gente a la que mis amigos me habían obligado a ir. Yo me llevé observando su cara de ángel toda la noche, sin poder acercarme siquiera para decirle dos palabras, engatusado por el vaivén del alba de sus cabellos rizados. Sentí un sin fin de sensaciones cuando se dio cuenta de que yo estaba allí y me sonrió. Uno de mis amigos se dio cuenta de mi mirada perdida hacia la dulzura de sus ojos y me dio un empujón hacia ella, un pequeño tropezón que cambiaría mi vida para siempre. Recordé cómo caí a sus pies y ella se agachó rápidamente a recogerme, cómo me dolían las rodillas de la caída pero no me importaba; la tenía allí.

Después de besarme, mi madre casi la obligó a que se fuera a casa. Por lo que decía, llevaba mucho tiempo sin comer y ella se fue, pero dijo que volvería por la mañana para que pudiera irse un poco. Con esas palabras llegué a la deducción de que era de noche y por el cansancio de sus voces debía ser bastante tarde. Yo no me sentía cansado, pero era muy extraño porque en ese estado era como si durmiera pero permanecía despierto. Noté cómo la mano de mi madre sostenía la mía, así que volví a mis recuerdos.

Salí con Gema discutiendo de su casa por eso de que si no podíamos pasar un día solos sin tener a nadie cerca. Yo ya me había imaginado esa disputa, así que me había preparado muy buenos argumentos. En medio de la disputa me encontré con José, uno de mis mejores amigos, y le invité a que vinieran él y Ana, su novia, con nosotros. Aceptó y quedamos a una hora. Gema se enfadó y comenzó a correr, yo corrí tras ella, es mi último recuerdo.

Mis pensamientos se nublaron, porque no recordaba cómo había llegado a esa estúpida situación. Volví a sentir el girar del pomo de la puerta, pero no podía ser aún de día. Gema despertó a mi madre que dormía y le dijo que se marchara a cambiarse y a comer un poco. Sentí el levantarse de una persiana y noté cómo me recorría el cuerpo el calor del sol, luego sí, era de día. La noche se me había pasado en un suspiro sumergido en mis pensamientos. Fue como si el tiempo hubiera corrido para que la vida se me fuera. Volví a notar el ruido de la puerta y el sonido del agua, como si la llevaran en una vasija. Gema le dijo a alguien que venía con el agua un sutil “ya lo hago yo” y esta persona volvió a marcharse pero esta vez sin la vasija.

Noté cómo las manos de Gema rozaban mi cuerpo desnudándome. Me comenzó a decir que lo sentía mientras escuchaba mojar un paño en el agua. Comenzó a rozarme la cara con el paño mientras seguía pidiéndome perdón. No sabía de qué estaba hablando pero ella lloraba mientras me limpiaba con el mayor de los cuidados. Sentí cómo me terminó de destapar y me limpiaba mientras sollozaba sin dejar de disculparse. La sentía parte de mi en ese momento .Allí estaba yo en la cama totalmente desnudo mientras mi novia me limpiaba y no dejaba de llorar. En ese instante ella y yo éramos uno sólo, no tenía secretos para esa parte de mí que tenía un gran sitio en mi pequeño corazón. Una vez terminó volvió a vestirme con ropas que olían muy bien, las había perfumado ella, lo notaba; pero no eran mías. Era sólo una bata amarrada que me tapaba desde el cuello a las rodillas, dejando mi espalda al aire.

Gema se volvió a marchar dándome otro beso antes de irse cargada con el agua con la que había limpiado. Intenté escudriñar en mi mente el por qué de que Gema me pidiera perdón sin lograr encontrar respuesta. El pomo de la puerta que se había convertido en la puerta de mis recuerdos volvió a girar y Gema dijo “pasad todos; acabo de limpiarlo y perfumarlo”. Fue entonces cuando me di cuenta de que el motivo de tantas visitas y llantos en esa habitación era yo, pero aún no comprendía la razón. Noté cómo una multitud de pasos entraba en la habitación. Sentí que el ambiente era tenso y que nadie se atrevía a decir una palabra. Escuché sollozos y cómo se iban abrazando las personas de mi alrededor y multitud de labios besaron mis mejillas mojándolas de lagrimas. Escuché cómo algunas de esas personas susurraban a mi oído un te quiero o unas palabras que me decían que saldría de esta. No entendía cuál era mi estado pero no debía ser muy bueno. Me sentía impotente sin saber qué era lo que podía hacer para lograr comprender la causa de los llantos y no tenía miedo de cómo estaba, sólo me ahondaba la pena de no peder estar con esas persona para decirles que no se preocuparan por mi poder abrazarlas y devolverles el beso una a una.

La puerta volvió a abrirse y una persona dijo que era el momento. Todos lloraban más alto y con más fuerza. Los pocos hombres que habían allí me levantaron y me posaron en otra cama que se movía, que me llevaba al fin o al principio de mi vida. Las alas de mi cuerpo se movieron hasta llegar a un lugar en el que me desnudaron y me pusieron algo en el pecho que hizo que una máquina comenzara a sonar. Era como una especie de pitido cada segundo que me hacía tranquilizarme, que sonaba al son del latir de mi pecho. Muchas personas me rodearon, pude notar cómo me miraban; me sentía muy incomodo, esas voces y esas manos con fundas y sin calor me inspiraban confianza. ¿Serían tal vez ellos los que me despertarían de esta extraña pesadilla?

Lo último que sentí en mi cuerpo fue un pinchazo en mi brazo que me hizo dejar de notar lo que me hacían. Me sentía como un polizón en mi cuerpo que no sabía lo que sucedía fuera. Todas sus voces ahora sonaban susurrantes y sólo se podía oír con claridad la máquina que ya sentía como una prolongación de mi cuerpo.

Sabía que me estaban haciendo algo pero no lograba apreciar qué. El latido de mi corazón se hacía más intenso en mis oídos y las pocas cosa veces que hablaban cuantos me rodeaban lo hacía muy rápido y suave, como si estuvieran pidiendo algo. Sentía un fuerte ardor en el estómago y como un escozor en mi cabeza. No me molestaba, simplemente me eran indiferentes.

No sé cuanto tiempo estuve ahí, pero no soportaba ni un segundo más esa extraña situación.

El pitido que antes sonaba pausado comenzó a sonar mucho más enérgico hasta que finalmente se convirtió en un sonido agudo y alargado, sin interrupciones. Ese sonido sonaba en mis oídos como el más molesto de todos los ruidos, porque no solamente me dolía en los oídos sino en todo el cuerpo. Comencé a notar una tremenda agitación en el ambiente, todas las personas que eran mis salvadores eran ahora mis verdugos. Comprendí que el sonido era el silbido de la misma muerte que me llamaba como un simple perro. Mi cuerpo se convirtió ahora para mí en un montón de carne inservible que me molestaba.
Mi corazón no palpitaba pero tampoco me hacía falta, podía seguir pensando sin que éste funcionara. La sangre dejó de circular en mi cuerpo y cada parte de éste moría por momentos pero yo no moría con él. Primero fueron mis dedos, después mis brazos y piernas y poco a poco el resto. Sólo quedaba yo, sólo sería yo en un momento en el que todos tenemos pero que no lo sentía. No tenía miedo, sólo me apenaba el hecho de no haber hecho más cosas, pero no las cosas que yo creía que quería hacer sino las que pude y no hice. Me apenaba no haber hablado esa mañana con mis padre y haber desayunado con ellos , el no haberme parado en las escaleras con la vieja Sofía a escuchar una vez más esa historia que tantas veces me repetía, el no haber saludado a mi primo Santiago con un gran beso y haber entrado a tomar un café con mi tía, el no haber aprovechado unos momentos de soledad con Gema; el no haber saboreado el dulce de la vida por querer aprovecharlo demasiado.

Sentí cómo soltaba el peso de mi cuerpo sobre la camilla vestida de la verde esperanza de la vida y volví a ver. Veía desde arriba un quirófano en el que yacía mi cuerpo. Muchas personas me rodeaban gritando y corriendo de un lugar a otro, intentando devolverme la vida que algo me había quitado.

A mi mente vino la imagen de cuando corría tras Gema y de una muerte que me llegó sin tenerme que haber llegado. Vi cómo el coche pasó por encima de mí y como Gema corrió a ayudarme. A mi cabeza vinieron los ojos y el pitido de la muerte que pasaba sobre mí. En el suelo aún dudaba qué me acababa de ocurrir, pero solo quería ver a Gema, sólo me importaba ella. Allí estaba yo, tumbado en el suelo con Gema a mi lado. Esa imagen me recordó el tropiezo con el que la conocí. Un traspiés me llevó junto a ella, un traspiés me quito de su lado. Comprendí por qué se disculpaba, se sentía culpable de mi marcha.

Fue entonces cuando sentí el irrefrenable deseo de volver, no podía dejarla que se atormentara toda su vida con la idea de que me había matado, no la persona que me había dado la vida.

Era demasiado tarde, un fino cordón de plata estaba anudado a mi tobillo de manera tan fuerte que me hacía daño. Esa era mi línea entre la vida y la muerte, lo que decidiría si debía marcharme o seguir. Las ansias de salir de todo esto eran cada vez más grandes y quería que pasara lo que fuera ya. Unos brazos rodearon mi cintura y tiraron de mi hacia arriba pero el cordón de mi vida no pretendía soltarse, había demasiadas cosas que me hacían mantenerme allí.

Me solté de los brazos y pretendí volver abajo, necesitaba estar allí, necesitaba decir todos los “te quiero” que no dije, necesitaba aprovechar realmente mi vida.

Miraba la cadena que me dañaba el tobillo pero que me mantenía en la tierra, deseaba con todas mis fuerzas que resistiera. No lograba comprender que la cadena era una parte de mí que yo debía controlar, que tenía que ser yo quien luchara. No quería mirar arriba, no pretendía llegar arriba, besaría a Gema aunque solo fuera por última vez. Entonces me di cuenta de que era todo lo que pasaba por mi cabeza en esos momentos, Gema. Ahora ya sabía que era el amor de mi vida, pero ya no servía de nada. Lo sentí por ella, por como yo la haría sentirse si tenía dentro del pecho el mismo ardor que yo.

Me elevé sin poder sujetarme y la fina cadena que me mantenía con vida se partió en dos. No podía hacer nada más sino que dejarme llevar. Me dolía el pecho.

Todos los recuerdos iban y venían en mi mente, todos los beso de Gema dolían en mi corazón. Grité, sin lograr oírme ni yo mismo, pero grité.¿Por qué tenían que llevarme? Pero dejé de luchar...allí voy, si me quieres me tendrás pero no conseguirás ya vencerme.

No podía comprender, cómo había muerto por amor, en un maravilloso día de domingo."

2 comentarios:

Pato!! dijo...

me encanta... tienes que volver a escribir algo edy

Edy dijo...

La verdad es que sí. Hace bastante que no escribo nada, pero total, eso lo hacía porque me llevaba algo de dinero. Por la cara me cuesta más aún.

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